20 de Enero de 2005
Espabila y pon los pies en la tierra
Recuerdo bien mis días como estudiante en St. Andrews, Escocia —una de las instituciones pioneras en el estudio sistemático del terrorismo—. Uno de mis maestros más reputados, un hombre que ha asesorado de forma regular durante las últimas décadas tanto al gobierno estadounidense como al del Reino Unido en materia de terrorismo, me dio un indicio sobre lo etéreo e insustancial que puede resultar el tema: “Después de examinarlo desde todos los ángulos posibles”, dijo él, “la gente más inteligente del ramo no es capaz de ponerse de acuerdo sobre... una definición de aquello que están estudiando”. Me sentí un poco como si estuviéramos buscando el monstruo del Lago Ness. Desgraciadamente, el 11 de septiembre el monstruo demostró ser muy real.
Así que, después de renegar a menudo de rimbombantes declaraciones sobre el terrorismo, aquí está la mía: la primera y única regla es que debemos dejar de hablar de generalidades conceptuales si queremos llegar a algún sitio. Esa vaguedad es el pretexto tras el cual expertos de tercera clase esconden su ignorancia, pero a la hora de hacer política esto no avanza nuestra (y eso quiere decir la de Occidente) causa ni tan siquiera un ápice. A ambos lados del Atlántico se ha caído demasiado a menudo en la trampa conceptual del terrorismo, personificada en la vaguedad estadounidense sobre a quién se está combatiendo, y en la vaguedad europea sobre qué se puede hacer acerca de ello (en la práctica aplacar al que no puede ser aplacado)
De la vaguedad a la concienciación
De alguna manera, el sonido y la furia que acompaña a la guerra contra el terrorismo nunca ha pasado de la fase publicitaria. Para librar y ganar una guerra (y sí, europeos, es una guerra, no importa cuán desagradable pueda ser el lenguaje para muchos de vosotros), Estados Unidos tiene que definir con mucho más detalle aquello de lo que estamos hablando. No estamos en guerra por todas partes contra el mal que albergan los corazones de los hombres, por mucho que a menudo los utópicos de ambos partidos en EEUU le lleven a pensar eso a uno. Los realistas saben que ésa es una estrategia que no se puede ganar. Peor que eso, esa caracterización imprecisa no diferencia entre intereses primarios y terciarios –esa estrategia, que conduce irremisiblemente a la guerra perpetua, haría que las fuerzas se estiraran hasta romperse y desembocaría en último término en el declive de Estados Unidos como superpotencia. Así que para ser más precisos, hay que decir que estamos luchando contra Al Qaeda y contra otras manifestaciones del Islam radical.
La siguiente pregunta que nos viene a la cabeza y que debe hacerse de forma precisa debe ser: “¿qué tal lo estamos haciendo?" Esto trasciende lo que podrían considerarse como dibujos animados para entrar en el terreno de un examen del mundo real. Tenemos buenas y malas noticias. Durante los primeros cuatro años de gobierno del presidente George W. Bush se observaron importantes victorias estadounidenses en esta guerra. Si se piensa mejor en Al Qaeda como en una multinacional del mal, hemos destruido las oficinas centrales (Afganistán); borrado del mapa al patrocinador más fiel de la empresa (los talibanes); recortado sus fuentes de financiación (aunque esto es especulativo, puede cifrarse este recorte en el 15%); matado, capturado y obligado a huir a alrededor de tres cuartos de sus oficiales de mayor graduación.
Sin embargo, esto es sólo parte de la historia. A medida que nuestros esfuerzos para combatir a Al Qaeda han evolucionado, los esfuerzos de esta última para sobrevivir la han llevado a una continua como entidad. Podemos llamar a esto el equivalente organizativo de la teoría de Darwin. La sede central de Al Qaeda tal vez ha sido dañada, pero las sucursales en el resto del mundo han demostrado -por medio de los atentados en Bali, Estambul, Riyad y Madrid- que están más que capacitadas para continuar con la función. Esta falta de control central hace que las motivaciones que se esconden detrás de las sucursales de Al Qaeda sean mucho más difíciles de comprender, lo que complica enormemente el análisis y la detección.
Al Qaeda funciona ahora de forma parecida a una organización encargada de proporcionar becas. Grupos locales con lazos muy débiles con Osama Bin Laden contactan con representantes de Al Qaeda con un plan que sirva para materializar los intereses comunes de ambas partes.
Los atentados de Madrid del 11 de marzo de 2004 son un claro ejemplo. Allí, los radicales islamistas del vecino Marruecos proporcionaron gran parte de la tropa de a pie, aunque también hubo participación de otros lugares del Magreb. Ellos se plantaron donde Al Qaeda -anunciando de paso que formaban parte de la organización- para solicitar ayuda con los recursos financieros, la logística y la planificación, así como el permiso para utilizar la temida marca de Al Qaeda, de la misma forma que un becario se aproximaría a un donante en busca de recursos.
La recompensa para Al Qaeda fue informar al mundo de su continua relevancia y sofisticación, al atacar a un exitoso país del primer mundo y al contribuir a determinar el resultado de las elecciones generales celebradas tres días después de los atentados de la estación de Atocha.
Por lo tanto, puede decirse que la capacidad de Al Qaeda para sobrevivir y evolucionar ha corrido pareja a la capacidad de Estados Unidos para combatir esa red terrorista. A pesar de los auténticos éxitos estadounidenses del pasado año, Al Qaeda es ahora más difusa, escurridiza y en muchos sentidos mucho más difícil de combatir. Como le sucedió a Hércules al cortar la cabeza de la hidra, otras dos parecen haber brotado en su lugar.
El verdadero peligro es el incremento del número de miembros de las organizaciones radicales islamistas. Donald Rumsfeld, el secretario de defensa estadounidense, lo explicó muy bien en un infausto informe (como sucede con muchas de las medidas más conflictivas en el Capitolio, Rumsfeld fue obligado a retractarse de esta bien delineada política gubernamental) : mientras que Al Qaeda en términos prácticos no constituye la amenaza que una vez fue, puede decirse que la situación en términos generales es peor. Si por cada soldado de Al Qaeda que eliminamos cinco jóvenes salen de una madrasa (escuela islámica) como enemigos jurados de Estados Unidos, ¿estamos ganando realmente la guerra contra el terror? El Islam radical, medido de la mejor forma que se quiera, está creciendo, al tiempo incluso que Al Qaeda se debilita. Su futuro como una entidad que proporciona subvenciones al mal se ajusta perfectamente a esta realidad. El pensamiento antiterrorista estadounidense debe evolucionar de la misma forma.
En los días inmediatamente posteriores al 11 de septiembre de 2001 no puede cuestionarse que el presidente Bush hizo un trabajo excelente para mobilizar a la opinión pública en apoyo de la inminente batalla contra Al Qaeda. El presidente le dijo al país que sería un tipo de guerra muy distinto al que habíamos experimentado hasta entonces, que estábamos en guerra con grupos islamistas radicales (pero no con el Islam como totalidad), y que la situación tardaría décadas en resolverse. También avisó de que habría malos días en el futuro, reconociendo así implícitamente que los terroristas podrían volver a atentar contra suelo estadounidense.
Por la franqueza que demostró con el pueblo estadounidense, éste le recompensó mostrándose unido y respaldando sus acciones en Afganistán. Incluso hoy, después de las virulentas diferencias que han existido sobre el problema de Irak, hay más unidad en los dos partidos mayoritarios de EEUU en lo que se refiere a la guerra contra el terror que en lo que respecta a cualquier otra cuestión de política exterior. La lección es bien clara: en una democracia, tratar a los ciudadanos como adultos suele recompensarse con mucha más frecuencia de lo que los profesionales de la desinformación pueden llegar a hacer creer. Ahora que se encuentra en los instantes próximos a su nuevo discurso inaugural, es el momento indicado para que el presidente pueda poner a su país al día sobre el progreso real en la lucha contra el terror, ofreciendo muchos más detalles analíticos sobre con quién estamos luchando, cuál es el estado general de la guerra y cuáles las medidas políticas que necesitan ser aprobadas para facilitar la victoria.
Las vacaciones de Europa respecto de la historia
El enfoque del presidente, con todas sus limitaciones, es bastante superior a la política del avestruz seguida por Europa. En ésta se han presenciado más bien pocos debates valiosos y adultos sobre la nueva realidad que hace que esta amenaza terrorista sea muy diferente de la sufrida con la organización vasca ETA, el Ejército Republicano Irlandés, las Brigadas Rojas o la banda terrorista Baader-Meinhof. Con éstas, las bajas anuales se contaban tan sólo por docenas.
El 11 de noviembre, el continente norteamericano sufrió la mayor pérdida de vidas que pueden atribuirse a una sola causa desde la batalla de Five Forks en abril de 1865; la atrocidad cometida en Atocha fue el mayor atentado realizado en suelo europeo desde 1925. A pesar de esto, la persistente y universal panacea del responsable medio de la política europea – ofrecer más ayuda económica– no explica el hecho de que los secuestradores del 11 de septiembre estuvieran lejos de poder ser considerados pobres, o al menos de que sus orígenes no fueran menos humildes que los de los jacobinos, los bolcheviques o los jemeres rojos. La pobreza importa, pero no de una forma tan directa; si no, África sería un caldo de cultivo de terroristas y los extremistas europeos mencionados más arriba nunca habrían existido.
Mientras que como jeffersoniano me repugna lo sucedido en Guantánamo, Abu Ghraib y en otras partes, los europeos no explican (y no pueden explicar) que los prisioneros que tienen bajo su custodia no hayan divulgado apenas ninguna información en comparación con aquellos que se ven bajo la amenaza de encarcelamiento en lugares menos hospitalarios como Egipto y Pakistán. Es mucho más fácil creerse moralmente superior que afrontar las complejidades reales de un mundo nuevo que resulta desconcertante.
Hay un precio político a pagar por estas continuadas vacaciones europeas de la historia. Espero sinceramente que no sea otra atrocidad lo que saque de la modorra a un pueblo europeo que prefiere no pensar en estas cosas, cosas que son contempladas de forma pusilánime por los líderes de ese pueblo. Los mensajes de Osama Bin Laden revelan que odia a Europa tanto como a Estados Unidos, y resulta más sencillo infiltrarse en una adormecida Europa. Europa debe reconocer mucho más de lo que lo hace que por definición uno no puede negociar con, engatusar o convencer a terroristas utópicos y comprometidos; sencillamente, hay que matarlos o encarcelarlos.
Como compensación por aceptar esta desagradable realidad, los aliados occidentales harían bien en aceptar que los aspectos militares de la guerra contra el terror (como insinuó Donald Rumsfeld) son sólo parte del problema. Parafraseando a Tony Blair: "Debemos mostrarnos duros con los terroristas, y duros con las causas del terror". Quizás este examen analítico sea el comienzo de un verdadero acercamiento conceptual sobre lo que puede considerarse como el reto más candente de nuestros días.