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22 de Febrero de 2005

El terrorismo en el Sudeste Asiático: Australia como parte del problema

Durante el tiempo transcurrido desde el 11 de septiembre de 2001, el primer ministro australiano John Howard le ha sacado importante provecho político al gastado cliché de que "el mundo cambió" en ese trágico día. Esto, por supuesto, no tiene ningún sentido. El mundo está siempre cambiando, los sucesos en Nueva York y Washington de aquel fatídico día simplemente le mostraron claramente a gente como Howard la peligrosa dirección en la que el cambio se estaba produciendo.

Las fuerzas que inspiraron las intensas frustraciones políticas; la ira existencial y la destreza logística requerida para que los secuestradores del 11 de septiembre pudieran promover y llevar a cabo su plan, han estado ahí durante años; han ido creciendo progresivamente y de forma perceptible por quienes estaban preparados para escuchar voces que no tienen cabida en los cauces formales de la autoridad política. Sin embargo, la moderna política internacional lamentablemente le presta muy poca atención a esas voces marginales.

Éste es el caso de los sucesivos gobiernos australianos, donde los hábitos de la colonización europea y la posterior miopía estratégica y económica han alimentado una desconfianza y una ignorancia profundamente arraigadas respecto de sus vecinos no europeos. Aunque es cierto que las relaciones de Australia con el Sudeste Asiático se han incrementado sustancialmente desde los años 70, los contactos entre gobiernos han quedado confinados fundamentalmente a las élites. Debido principalmente al temor de irritar a regímenes autoritarios como el del antiguo presidente indonesio Suharto o el del primer ministro malayo Mahathir, los gobiernos y los diplomáticos australianos limitaron sus contactos con los individuos y grupos que están fuera de las esferas políticas regionales. Examinando esto a posteriori parece claro que un conjunto de relaciones más amplio, en el que se hubieran incluido voces formales e informales de la oposición, habría contribuido a disminuir el impacto causado por los atentados terroristas en Bali, que tuvieron lugar apenas doce meses después del 11 de septiembre.

El efecto combinado del 11 de septiembre y de los atentados de Bali —en los cuales murieron más de 200 personas, entre ellas 88 australianos— supuso la aparición de un profundo sentimiento de pánico dentro de la sociedad australiana. Éste pánico se ha hecho especialmente evidente dentro de los círculos del gobierno australiano, aunque es difícil juzgar con precisión los respectivos papeles jugados por el oportunismo político y la ignorancia geo-cultural a la hora de sustentarlo. Respecto a lo primero, el gobierno conservador de John Howard ha explotado la conmoción pública generada por los atentados del 11-S y de Bali para demonizar a los solicitantes de asilo que llegan a Australia procedentes de países musulmanes; para asignar tropas australianas a la invasión de Irak liderada por Estados Unidos con el pretexto de proteger a sus ciudadanos de las (inexistentes) Armas de Destrucción Masiva que Saddam Hussein habría entregadado a los terroristas; y para proclamar repetidamente el derecho soberano de Australia de usar la fuerza militar preventiva contra sus vecinos, en aquellos casos en los que éstos se muestren incapaces de encarar de forma adecuada cualquier tipo de atentado terrorista contra los intereses australianos en la región.

En lo que respecta a la ignorancia geo-cultural, se ha podido percibir en el gobierno australiano, los medios y los círculos académicos una tendencia a unir las redes terroristas islamistas y los legítimos grupos de oposición. Para muchos hoy en día en Australia el simple término "islámico" evoca imágines de violenta yihad. En lo que respecta a comprometerse de alguna forma con los nacientes movimientos de la sociedad civil en la región, esta desconfianza innata que existe sobre cualquier grupo cuyas raíces políticas se asienten en el Islam genera problemas significativos. Esto es así porque el Islam se ha convertido en un principio organizativo clave en las postautoritarias Indonesia y Malasia, y entre las minorías marginales del sur de Tailandia y del sur de Filipinas. La imposibilidad del diálogo con muchos de estos grupos priva a Australia de voz en organizaciones cuya relativa moderación constituye el impedimento más importante a la alternativa extremista que ofrecen grupos como la Jemaah Islamiyah, el grupo relacionado con Al Qaeda y responsable de los sucesos de Bali y la posterior ola de atentados.

Visto desde una perspectiva global, no puede decirse que haya nada terriblemente especial en estos sucesos. El renacimiento de la religiosidad es un elemento definitorio de la política en muchas partes del mundo, como sucede en Estados Unidos o incluso en la propia Australia, donde en las elecciones federales de 2004 se vio por primera vez a un partido político manifiestamente cristiano obtener un escaño en el Senado. Pueden darse muchas explicaciones al significado global de este fenómeno, siendo la más persuasiva de ellas la que postula el renacimiento del fundamentalismo religioso como una reacción contra la desorientación cultural causada por el ritmo acelerado de los cambios sociales y culturales que son sinónimo de la globalización neoliberal. No sería razonable esperar que el Sudeste Asiatico hubiera permanecido aislado de una dinámica cultural que ha envuelto a Estados Unidos y Australia con similar intensidad, si bien en este último caso esto se ha producido desde un contexto cristiano.

Y sin embargo esto es exactamente lo que parece haber sumido en el pánico a muchos comentaristas australianos, quienes contemplan el renacimiento de la política islamista en el Sudeste de Asia con creciente preocupación. Además, como ya se ha dicho más arriba, en su pánico muchos políticos y comentaristas australianos se muestran inclinados a solapar activistas islamistas con militantes, y a estos últimos con terroristas. No debería suberstimarse el significado de esta distinción entre activistas no violentos, militantes beligerantes y mortíferos terroristas. Un corpus creciente de investigación psicoanalítica sugiere lo obvio, que nadie nace siendo terrorista, y lo no tan obvio, que convertirse en terroristas es el resultado de un proceso de radicalización que en la mayoría de los casos implica varias fases bien diferenciadas de violencia y de militancia crecientes.

Por eso, abordar las raíces del terrorismo supone que en algún momento del futuro próximo habrá que tomar en consideración políticas que frenen esta evolución; y una de las mejores maneras de hacer esto es encarar la angustia existencial que hace avanzar a las personas a lo largo de una secuencia que a menudo comienza con el activismo y termina con el asesinato en masa. Las políticas que tomen en consideración a los grupos activistas e incluso militantes, que acepten, cuando sean pertinentes, la legitimidad de sus reclamaciones, y que estén preparadas para asumir el oprobio diplomático en el que puede incurrirse al erigirse contra la opresión y contra la negación de la dignidad humana, supondrán un gran avance en lo que respecta a este extremo.

Desafortunadamente, más que enfocar las raíces del problema, el planteamiento que actualmente tiene Camberra a la hora de combatir el terrorismo en el Sudeste Asiático se fundamenta principalmente en el uso de la fuerza bruta para identificar, localizar y si es posible eliminar a aquellos que podrían servir de respaldo a la causa terrorista. No se equivoque; los grupos terroristas se han hecho un hueco en el Sudeste Asiático. Que esta zona alberga a varios grupos terroristas locales, como la Jemaah Islamiyah, así como a los cuadros mayoritariamente árabes de Al Qaeda que operan de forma independiente a estos grupos provincianos, es algo que está fuera de toda duda. Además, es probable que dichos grupos e individuos continúen constituyendo un peligroso elemento del paisaje regional durante muchos años.

Pero visto desde una perspectiva internacional más amplia, esto apenas convierte al Sudeste Asiático en algo inusual o que merezca el título de "segundo frente de Al Qaeda" —un epíteto que usan cada vez más a menudo los comentaristas con escasa comprensión del marco político, histórico y social dentro en el cual han aparecido los grupos políticos islamistas en distintas partes de la región—. Además, África Oriental y del Norte, así como Centroamérica y Sudamérica, cuentan a su vez con varios grupos terroristas locales que se inspiran en una interpretación extremista del Islam y que están vinculados de alguna manera con Al-Qaeda. Y si usamos como medida el Informe de Patrones del Terrorismo Global de 2004 del Departamento de Estado de Estados Unidos, vemos cómo en el sur de Asia y en Asia Central existen más grupos de este tipo que en el Sudeste Asiático.

A pesar de ello no puede negarse que actualmente existe en la región una dinámica de comportamiento que está llevando a algunos musulmanes del Sudeste Asiático a considerar el extremismo personificado por grupos como la Jemaah Islamiyah y Al Qaeda como una opción política legítima y aceptable. En este sentido la observación de Jason Burke de que el "devaluado, violento, nihilista y antirracional milenarismo" de Al Qaeda se ha convertido en el discurso dominante de resistencia resulta especialmente acertada en algunas partes del Sudeste Asiático.

El gobierno australiano y sus amigos y aliados en la región y en todo el mundo seguirán fracasando en sus esfuerzos por contener la amenaza terrorista hasta que se concentren en la compleja interacción de causas originarias —económicas, políticas y culturales— que están empujando a un pequeño pero creciente número de jóvenes del Sudeste Asiático a los brazos de grupos como la Jemaah Islamiyah.

Desafortunadamente no parece que el gobierno australiano, como su principal aliado en Washington, se halle más cerca de comprender la importancia de atender las necesidades culturales y económicas básicas en la lucha contra el terrorismo. Canberra continúa siendo un atribulado defensor de las desventuras de Washington en Irak —un episodio que como han demostrado numerosos estudios ha supuesto un tremendo impulso publicitario para los extremistas islamistas en todo el Sudeste Asiático—. Además, como ya hemos mencionado, al respaldo material y retórico que Canberra otorga a las acciones de Estados Unidos hay que sumar el desarrollo de su propio lenguaje de violencia preventiva. Canberra continúa siendo uno de los más mezquinos donantes de ayuda humanitaria del mundo desarrollado —la ayuda australiana en porcentajes sobre el PIB languidece en los puestos de cola de la clasificación de la OCDE—. Y lo que resulta aún peor, está utilizando su programa de ayuda para proporcionar instrucción antiterrorista a las fuerzas policiales y militares del Sudeste Asiático, lo que aumenta todavía más su desprecio por las necesidades básicas de los millones de pobres y desarraigados de la región. Hasta que el gobierno australiano no termine de asimilar enteramente las lecciones del 11-S continuará —como su principal aliado en los Estados Unidos— siendo parte del problema, más que de la solución.

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David Wright-Neville es profesor en la Monash University, Australia. Trabajó como analista en temas de terrorismo con el servicio de inteligencia australiano. Es experto en extremismo y terrorismo en Asia, terrorismo de motivación religiosa y antiterrorismo. Es miembro de uno de los grupos de trabajo de la Cumbre sobre Democracia, Terrorismo y Seguridad que tendrá lugar en Madrid del 8 al 11 de marzo, concretamente del Grupo de Trabajo 8: Respuestas Militares.


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